Una mente maravillosa
J.C.L.A.
Sin duda la de John Nash. Ya me había advertido Paloma, unos días ha, que se ofrecía en la cartelera una película que podía gustarme. Narraba, según decía, las disquisiciones mentales de un personaje curioso que escribía las fórmulas que ideaba en los cristales de las ventanas. En una época en que interesan más las fórmulas culinarias de Martín Berasategui (no quiero ocultar que también me fascinan), a los que nos place el formalismo matemático esa película supone un soplo de aire fresco.
Confieso mi debilidad absoluta por John Nash, y no me importa dejar a las féminas que aún no han oído hablar de él el placer de acercarse espiritualmente a ese personaje a través de Russell Crowe, postinero galán de fórmulas eficaces en la ciencia (arte también) del amor.
Mis primeros escarceos sensuales con el trabajo de Nash datan del principio de la década de los ochenta. Había sido instruido con la herramienta clásica marshalliana sobre las diferentes situaciones de equilibrio a que puede conducir un mercado oligopolístico. No niego haber sentido un profundo placer con las explicaciones marginalistas del equilibrio de Cournot, las soluciones asimétricas de Stackelberg, cuando el mercado duopolista lo comparten un líder y un satélite, ó la solución de Bertrand. Pero ese planteamiento eficaz, ligado a los trabajos pioneros de Jevons, quedaba de pronto oscurecido por la aportación brillante de Nash, quien consideraba las posibles soluciones del mercado oligopolístico como los resultados de un juego entre los concurrentes. (…)
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